Gracias, Capítulo 8-9

Di la vuelta al castillo. En la puerta principal, los motoqueros habían instalado una mesa portátil y jugaban a las cartas. “¿Todo bien?”, pregunté. No me respondieron. Iba a entrar al castillo, pero en lugar de eso salí en dirección al bosque: quería alejarme un rato del lío que se había armado. Estuve dando vueltas mucho tiempo, bastante alterado, pensando en Aníbal, en Hugo, en Nínive, en la nena... Sabía que no podría matar a Aníbal esa noche. Lo de la visita del hijo podía ser una excusa, pero de todos modos lo que importaba era que no me animaba. Tenía que acept ar que Nínive me viera como un cobarde. También me daba un poco de pena Hugo, pero ¿por qué no lo mat aba él? Y así, enroscándome en mis pensamientos, de a poco y sin darme cuenta me fui metiendo en la parte más profunda, tupida y oscura del bosque, y me perdí. Pero sólo descubrí que me había perdido cuando oí un rugido; y como el rugido se oía cada vez más cerca, me asusté. Instintivamente, me trepé a un árbol, y desde arriba vi llegar a un animal parecido a un oso. Me quedé quieto.

El animal dio unas vueltas olfateando y se recostó al pie de mi árbol. Yo había encontrado un hueco entre dos ramas que resultaba muy cómodo, y a pesar del miedo que tenía, tratando de no moverme me quedé dormido. No sé cuánto tiempo después me desperté sobresaltado, quizá por la picadura de algún insecto. Mi movimiento brusco despertó al animal, que entonces símevioysepusoagruñir.Apesar de la oscuridad pude ver que era horrible, mucho más horrible que un oso, o al menos más horrible que la imagen que yo tenía de un oso, porque nunca había visto uno tan de cerca. Traté de trepar más alto, pero no se podía, y él, al verme intentando escapar, empezó a golpear el árbol, que era grueso, con tanta fuerza que pensé que lo derribaría. En lugar de trepar, entonces, me aferré a una rama y empecé a gritarle al oso que no me hiciera nada, pero eso, por algún motivo, lo alteró más, y su alteración me alteró a mí y me hizo empezar a gritar más fuerte. La situación era muy dramática, y lo que empecé a pensar en ese momento, entre sacudidas, gritos y rugidos, fue lo siguiente: no quise matarlo a Aníbal y ahora muero yo. También intuí algo muy obvio que para mí resultó revelador, porque me sentía como un hombre al que... Entretanto, el oso seguía golpeando el tronco, que ya estaba un poco inclinado, con su cuerpo, con sus brazos y con su cabeza, y yo había dejado de gritar: sólo me aferraba y hacía contrapeso para retrasar la caída final. Y entonces, justo cuando estaba pensando en la posibilidad de luchar cuerpo a cuerpo con el oso, es decir, de medir mis fuerzas con él a pesar de las posibilidades nulas de ganarle, oímos, tanto el oso como yo, un gritito muy agudo. Y cuando ambos miramos vimos lo mismo: a unos cuatro metros, la nena salvaje lo amenazaba con un palo. Y estoy seguro de que si las condiciones en general hubiesen sido otras, tanto el oso como yo nos hubiésemos reído y todo se habría terminado de la mejor manera. Lo que pasó, en cambio, fue que el oso se detuvo y empezó a gruñirle a la nena, que sin embargo no sólo no se movió ni un centímetro sino que además empezó a agit ar su arma de tal manera que se hicieron visibles unos hilos que salían de la punta del palo y que tenían atadas unas piedras en sus extremos. Es decir que el arma que la nena tenía era una combinación de palo y boleadora múltiple. Eso excitó al oso, que se paró en las patas traseras y empezó a gritar horriblemente, y entonces la nena hizo una carrerita muy rápida hacia adelante, como deslizándose, maniobró su palo con precisión y se volvió para atrás igual de rápido a la vez que se oía un ruido a vidrios rotos y de la boca del oso empezaban a caer pedazos de dientes ensangrentados.

El oso cayó como de rodillas, grit ando, y después se paró y, cuando la vio a la nena revoleando el palo, dio un salto hacia ella, pero la nena, en lugar de correr, tiró su arma contra el oso: los hilos lo atraparon en el aire y lo hicieron caer pesadamente. Entonces la nena se trepó sobre él y le clavó el lado de atrás del palo, que era filoso, en la garganta. Se oyó un gluglú de sangre y el oso murió. Asustado y sorprendido, no me animé a bajar hasta que la nena me hizo unos gestos con las manos que me hicieron entender que no tenía el proyecto de mat arme a mí t ambién sino que, al contrario, me había salvado la vida, probablemente como retribución por haberle dejado la puerta de la jaula abierta. Apenas bajé del árbol, la nena me dio unas raíces que llevaba en una especie de bolsito de cuero que le colgaba de una soga que tenía atada a la cintura. Fuera de esa soga y la bolsit a, andaba desnuda. Me comí las raíces sin pensarlo, y cuando la nena empezó a abrir, con un cuchillito de madera, la panza del oso, yo ya est aba alucinando suavemente. Nos comimos al oso, crudo, en un ritual que consistía en girar y correr un poco cada vez que sacábamos un órgano nuevo; después nos quedamos dormidos ahí mismo. Me desperté con la luz del sol, todavía alucinando y cubierto de sangre seca. La nena no est aba, pero apareció en seguida y me llevó a un arroyito cercano. Antes de meternos en el agua, nos comimos otras raíces, y creo que en ese momento mi cerebro perdió el criterio, la memoria y el orden.

Estuve varios días en el bosque con la nena; en ese tiempo, aprendí a reconocer los distintos tipos de raíces por sus distintos efectos, formas y modos de consumo; a cazar animales grandes y chicos y comerlos de diferentes maneras, siempre crudos; a dialogar con los insectos y las plantas y a encontrar fuentes de agua. Siempre en silencio, porque la nena no hablaba y no sabía reírse. También me enseñó a deslizarme como ella lo hacía: un pie delante de otro, casi sin despegarlos del suelo, muy rápidamente. Era la mejor manera de acercase a los animales que uno quería comerse. Y un día, alucinando, me perdí. Estuve varias horas solo, buscando sin éxito a la nena y comiendo distintas raíces que me volvían loco, hasta que quizá sin decidirlo llegué a un monte sin árboles, y desde ese monte, al ver el castillo iluminado por el sol, entendí o llegué a creer que ella se había escondido de mí porque quería que volviera a mi lugar, que era el castillo. Y entonces, muy excitado, me comí una raíz equivocada o en dosis muy alta y empecé a correr sin dirección definida con mi cabeza llena de imágenes de las caras de Aníbal y Nínive y de los trabajos que Aníbal me había hecho hacer, y a pesar de que la dirección no est aba definida, de repente aparecí a unos doscientos metros de la puerta del castillo y lo via Aníbal que a lo lejos me señalaba y gritaba con un látigo en la mano. No sé cómo, pero de repente sentí un latigazo en el hombro y noté que estaba a dos metros de Aníbal. Al ver la herida, que me pareció enorme, salté sobre él con furia animal y estuvimos un rato revolcándonos hasta que logré de alguna manera clavarle el mango de su látigo en el ojo izquierdo; eso lo hizo gritar y lo ablandó un poco, y entonces aproveché y rápidamente saqué el mango de su ojo y lo presioné con las dos manos contra su cuello hasta que se quedó quieto, muerto. El ruido de los gritos de Aníbal había atraído a Nínive, a Hugo y a la sirvienta joven. Cuando me paré, sucio, salvaje y con manchas de sangre, Hugo y la sirvienta joven retrocedieron, pero Nínive se acercó a mí, me besó en la boca y me dijo, con tono victorioso: “¡Ahora sos el rey!”. Yo le respondí que estaba muy cansado, y ella entonces me llevó a mi habitación y me dejó durmiendo en mi cama.

CAPÍTULO 9

Cuando me desperté, recién al otro día, lo primero que vi fue el desayuno en la mesa de luz. Acerqué lamanoalapavaynotéqueestaba caliente. Me levanté y abrí la vent ana. El día era agradable, ni caluroso ni frío, y el puerto estaba en plena actividad. A lo lejos, en el límite entre el cielo y el mar, la Marina entrenaba a sus marineros en el disparo del cañón. La forma en que algunos sonidos retumbaban en mi cabeza me hizo recordar que seguía bajo el efecto de alguna raíz. Pero el efecto estaba en retirada. Me sentía bien, y no recordé lo que había hecho hasta que vi mis manos; entonces salí corriendo a bañarme. Una vez limpio, me puse a tomar el té, que ya se había entibiado, y a comer unos panes, que se habían endurecido un poco. En ese momento, todos los días anteriores en el bosque y la muerte de Aníbal me parecieron un sueño, y justo cuando est aba por empezar a sospechar que en verdad habían sido un sueño, pasaron dos cosas a la vez: primero, vi la marca del látigo en el brazo y noté que era muy superficial; segundo, Nínive abrió la puerta, gritó “¡nuestro rey!” y corrió hacia mí y me abrazó. “¿Qué es eso de rey?”, le pregunté. “Bueno, ahora que Aníbal está muerto y enterrado...”. “¿Lo enterraron, ya?”. “Sí, sí, creo que sí. Por algún motivo, est a mañana apareció ya hinchado de gusanos. Hugo lo enterró en el bosque”. “¿En el bosque?”. “Sí, eso dijo, ¿por?”. “No, por nada”. Nos quedamos callados y entonces volví a pregunt arle: “¿Qué es eso de rey?”. “Ah, no sé, es divertido, ¿no?”. “Sí...”. Hubo otro silencio y después Nínive, con voz tonta, preguntó: “¿Y yo sería la reina?”. Ahí me animé y le dije: “Claro”. “¿En serio?”, insistió. “Sí, sí, ¡claro!”, volví a decirle, un poco más efusivo. Entonces ella, muy contenta, saltó sobre mí y nos metimos en la cama y dimos libertad a nuestros instintos más animales. [...]